En esta entrada quiero dejarles un extracto del libro Hombres y armas en la conquista de México 1518-1521, escrito por Pablo Martín Gómez y publicado por la Editorial Almena en 2001. Los segmentos corresponden a las páginas 5 y 6, así como a la 45 y 46.
Con el presente texto no pretendo crear simpatía hacia los conquistadores ni justificar lo que ocurrió en América, sino mostrar la situación de muchos campesinos castellanos, particularmente los varones, en el siglo XVI. Una experiencia que con algunas diferencias podría extrapolarse a otras sociedades campesinas a lo largo del globo y de la Historia, aunque por supuesto no a todas.
Tampoco quiero insinuar con ello que la situación de las mujeres fuera ni mucho menos envidiable. Sólo mostrar que los hombres no lo han tenido precisamente más fácil, algo que mis lectores habituales saben sobradamente. Les dejo, pues, con el texto en cuestión.
Hombres y armas en la conquista de México 1518-1521
Pablo Martín Gómez
Los soldados que seguirán a Cortés en su marcha hacia Tenochtitlan formaban parte de la segunda generación de españoles llegados a América. Las razones que les llevaron a dejar su tierra y a afrontar los riesgos de la mar, y todos los otros peligros aún más inciertos que les aguardaban en las Indias, eran tantas como hombres había en la expedición, pero en la mayoría de los casos se podría resumir en una: la necesidad (…).
Al igual que ocurría en los ejércitos europeos de su época, la mayoría de los hombres de Cortés venían de familias de campesinos, principalmente de las zonas montañosas o de las de economía pastoril. Ése era el caso de la gran proveedora de carne de cañón de la época: Suiza, y también de Castilla, donde las ovejas merinas del Muy Honorable Consejo de la Mesta medraban a costa de los campos de labor. Las rentas a pagar a los señores, el diezmo de la Iglesia y los impuestos de la Corona mantenían a las familias de labradores en la pobreza, en un precario equilibrio justo al borde de la subsistencia. Las malas cosechas les podían dejar en la más absoluta de las miserias. Y si no eran el pedrisco o la sequía, podían ser unas malas palabras dichas a destiempo ante quien no se debía las que llevaran la ruina a sus casas. Y aunque no fuese así, la falta de otra expectativa que no fuese el trabajo de sol a sol y la pobreza, en una casucha donde ya sobraban las bocas a las que alimentar, llevaba a muchos jóvenes a arriesgarse para buscar su porvenir en cualquier parte con tal que estuviera lejos de su pueblo.