¿Qué hay tras la afirmación “pero a ellos los matan otros hombres”?

A nivel mundial los hombres representan el 79% de las víctimas de homicidio y el 95% de los victimarios. Este segundo porcentaje a menudo se ha empleado para mitigar el primero mediante la afirmación “a ellos los matan otros hombres”. Como dato comparativo, en la comunidad negra de Estados Unidos el 93% muere a manos de otro negro, y a nadie se le ocurriría afirmar que supone un efecto “compensatorio”, sino más bien todo lo contrario.

Cuando se trata del varón, en cambio, siempre hay alguien a quien le falta tiempo para señalar el sexo del agresor cuando se afirma que la mayoría de las víctimas son hombres, tanto que pareciera irles la vida en ello. Esta inclinación, en principio, podría deberse a la idea de que muchos de los asesinatos intramasculinos involucran a grupos criminales que se matan entre sí, pero teniendo en cuenta que según datos de la ONU representan el 19% de los homicidios (y difícilmente todas sus víctimas serán otros criminales), no parece que sea la razón. En este artículo explicaré a qué se debe realmente este apartheid de la empatía en el que unas muertes tienen más valor que otras por razón de sexo.

La conspiración masculina y el tribalismo feminista

Como pueden comprobar en la imagen, la periodista de ElDiario.es Anna Prats no ha inventado esta idea, que proviene de la reconocida autora feminista Susan Brownmiller. He de resaltar el uso de la palabra consciente, porque es la que nos ofrece una ventana directa a la supuesta conspiración masculina.

La premisa consiste en imaginar a hombres y mujeres como dos grupos monolíticos enfrentados. Al tratarse de dos tribus que van a la guerra, sus miembros tendrán más en común entre sí que con la tribu enemiga, excepto si se convierten en “aliados” o “alienadas”. Por esta razón la igualdad ante la ley no es suficiente, sino que se requiere igual representación de la tribu a todos los niveles, incluido el político.

El texto de ElDiario.es refleja la idea de esta imaginada guerra, que al menos aquí se indica como inconsciente, pero que la articulista y otras activistas como ella libran de forma decididamente consciente. Resulta interesante comprobar que, como en una guerra real, se otorga gran importancia a la propaganda, en este caso a la de un enemigo que habría convencido a sus adversarias.

Al mismo tiempo se establece un vínculo imaginado con las mujeres del pasado que refuerza esta identidad tribal, o lo que Xeno llamó sin rodeos en uno de sus magníficos vídeos “el nacionalismo del coño”. La identificación con el nacionalismo no es gratuita. Benedict Anderson, uno de los académicos referentes en cuanto al origen del nacionalismo, afirmó que estos movimientos no constituían el despertar de la conciencia histórica de un pueblo, sino la invención y creación de una nación donde antes no había, formando una “comunidad imaginada” entre sus miembros. Y como añadió Craig Calhoun, la categoría “nación” une a los vivos y los muertos en una narrativa común.

Que en este caso es una creación, y no un despertar de la conciencia histórica femenina, lo comprobamos por ejemplo en el olvido de que las leyes referentes a la licencia marital implantada en el siglo XVI se aprobaron bajo el reinado de una mujer (Isabel de Castilla) y se promulgaron bajo el de otra (su hija Juana). Que la circuncisión femenina en África es administrada y perpetuada por mujeres incluso ante la indiferencia o contra las preferencias de los hombres. Que fueron mayoritariamente mujeres quienes acusaron a otras mujeres de brujería. O que las antisufragistas en Estados Unidos eran en su abrumadora mayoría también mujeres, mientras que miles de hombres se pronunciaron en favor del sufragio femenino. La lógica tribal masculina habría sido enviar a la caballería para masacrar a las sufragistas y colgar sus cabezas en picas como escarmiento a las demás, y sin embargo las estadounidenses lograron el sufragio sin derramar una sola gota de sangre.

En base a esta percepción de la realidad donde hombres y mujeres son bloques enfrentados e impermeables (que con frecuencia se nos presenta en los medios como la realidad misma), la afirmación de que “a ellos los matan otros hombres” tiene perfecto sentido. Sería más parecido al “fuego amigo” que al asesinato de un ser humano por su semejante, algo que no podría compararse a las bajas causadas por los adversarios.

Que un hombre muera a manos de otro es, como mucho, un asunto interno de los hombres que deben resolver entre ellos, y donde la mujer, como miembro de otra tribu, nunca tiene nada que ver ni influencia alguna para resolverlo. De esta forma, no merece la misma atención que el asesinato de la mujer a manos del hombre, donde el miembro de una tribu mata al de otra (una que no agrede en la misma medida) y por ello se considera una transgresión intolerable.

El problema con esta idea es que los hombres, claro está, no son una tribu con líderes que se reúnan periódicamente para fijar los cánones de la masculinidad, ni una organización hacia la que el resto de varones tenga lazos de fidelidad, lealtad u obediencia. Tampoco funcionamos como una colmena, y un hombre cualquiera no tiene poder o influencia sobre otro hombre desconocido sólo por el hecho de compartir el mismo sexo.

En Ciudad de México hubo un atracador que quiso robar un autobús urbano y fue arrojado a chancletazos por su madre, quien por casualidad se encontraba en él. Esta cómica anécdota ilustra el hecho de que las mujeres en la vida de ese hombre tendrán una mayor influencia que cualquier varón desconocido, pero la separación identitaria de los sexos desestima estas dinámicas de poder.

Una alternativa a señalar directamente al hombre consiste en hablar de sistemas como el machismo y el patriarcado, a los que se atribuye normalmente una voluntad y objetivos, como podemos ver en el fragmento que la exministra Carmen Montón plagió a Ana Martí Guall, quien a su vez lo citó de la escritora Victoria Sau (por si quedaba duda de que se trata de una posición minoritaria).

Sin embargo, la voluntad y objetivos no corresponde atribuirlas a los sistemas sino a las personas. Cuando decimos que el capitalismo, el comunismo, el cristianismo o el ateísmo quieren lograr algo, nos estamos refiriendo a las personas que se identifican con estas ideas (o creencias) y las apoyan. ¿Pero dónde están en España las asociaciones machistas y patriarcales que pretenden brindar una mayor autoridad legal al varón como cabeza de familia, u otorgarle poder sobre las mujeres en general? Si existen, desde luego no las conozco y serán muy, pero que muy minoritarias.

(Autor desconocido)

Ahora bien, alguien podría indicar que un partido que planteara prohibir el aborto sería ese tipo de organización. Sin embargo, prohibir el aborto no otorgaría un mayor poder legal al hombre sobre la mujer: si éste no desea al niño y quisiera que su pareja abortara, no podría obligarla. Para él también estaría prohibido. La ley limitaría la libertad de la mujer con respecto a su cuerpo, es cierto, pero no por ello sería una medida patriarcal o machista. Del mismo modo que el servicio militar obligatorio podría limitar la libertad del varón, pero no por ello otorgaría más poder a la mujer. Estaríamos hablando, por tanto, de un partido conservador, pero no necesariamente de una asociación machista o patriarcal.

La idea de patriarcado es tremendamente variada y elusiva en el movimiento para poder encontrar su presencia en cualquier parte. Sin embargo, a poco que se rasque la superficie, encontramos que realmente se refiere a los hombres, como podemos ver en el titular del diario Público. Podrían haber dicho que pone el foco en los maltratadores, pero no lo hicieron.

Sabemos que el sesgo endogrupal tiende a identificar características positivas en el propio grupo y a menudo negativas en aquellos que se encuentran fuera de éste, pero cuando le sumamos la creencia en una conspiración masculina, terminamos encontrando la deshumanización del hombre, cercenando la empatía y abonando el terreno al odio y la discriminación. Que se utilice el argumento “los matan otros hombres” para restar importancia al hecho es una muestra de ello, y que estos sentimientos se azucen desde los medios con una campaña sostenida resulta cuanto menos preocupante. Aunque peor aún es que esta forma de percibir la realidad se haya establecido en el terreno judicial, que en España atribuye a toda agresión en el marco de la pareja una motivación machista, sin importar sus verdaderas razones.

Finalmente, tampoco podemos ignorar su presencia el terreno educativo, como muestra el que un colegio de Huelva propusiera que a los niños varones no se les permitiera salir al recreo el 8 de marzo para «comprender lo que ha sentido la mujer durante mucho tiempo». Y es que, como en el caso de “a ellos los matan otros hombres” se trata de afirmaciones cuyo sentir no proviene de la igualdad y la compasión, sino de la división y el resentimiento. Uno que debería ir dirigido a los asesinos y no a todo un grupo humano.

4 comentarios sobre “¿Qué hay tras la afirmación “pero a ellos los matan otros hombres”?

  1. PUES CREEMOS QUE CALLARNOS, VA A SER LO ULTIMO QUE HAGAMOS, OSEA CORRIJO. JAMAS CALLAREMOS Y ADEMAS «ACTUAREMOS» MAS……………..

  2. PERO A NOSOTRAS NOS MATAN POR SER MUJERES.

    A la expresión “pero a los hombres los matan otros hombres” (resaltando la suposición de que la mujer es mucho menos violenta que el hombre o nada violenta), cabe añadir la de que “pero a nosotras nos matan por ser mujeres”. Se trata de argumentos sofísticos infalsables, porque:

    A) Si los hombres mataran a más mujeres que a hombres, las feministas sacarían la conclusión (lógica en este caso) de que los hombres (o los hombres victimarios) sienten especial inquina contra las mujeres.

    B) Si los hombres mataran (de hecho, matan) a más hombres que a mujeres, las feministas llegan a la misma conclusión mediante la suposición de que, “aunque nos maten menos, nos matan “POR SER” mujeres”. Es decir, sea como sea, la cuestión es llegar al mismo punto: los hombres odian mortalmente a las mujeres.

    Por supuesto, esta pirueta sofística no resiste el análisis racional. Es como si la población blanca de Estados Unidos exclamara: “los negros se matan más entre sí, pero a nosotros nos matan por ser blancos”. Y es como si la suposición de que los negros matan a los blancos por ser blancos debiera considerarse más grave que el hecho de que los negros maten a muchos más negros que a blancos. Siguiendo la analogía, agregaríamos que “los asesinatos entre negros son entre “iguales””. Es decir, si la violencia se desata entre “iguales”, no hay problema: que se maten lo que quieran. Si la violencia se perpetra entre desiguales (uno supuestamente superior y otro inferior), nos ha de parecer intolerable.

    Todo esto es, por supuesto, absurdo. No hay ningún caso en la historia humana en que haya más asesinatos entre “iguales” que asesinatos cometidos por los “superiores” en la población de los “inferiores”. Es ridículo pensar que los blancos esclavistas estadounidenses mataban a más blancos (sus “iguales”) que a más negros (sus “inferiores”). Los alemanes arios nazis, obviamente, mataron a muchos más “inferiores” (judíos) que a “iguales” (otros alemanes de raza aria). Porque si a la postre la condición de igualdad no supusiera una suerte de protección dentro del grupo de iguales, lo lógico sería que cada cual aspirara a ser “inferior” respecto de las demás personas. En otras palabras: el feminismo, torciendo las cosas hasta la demencia, defiende de manera inconsciente el absurdo de que la relación entre iguales es más peligrosa que la relación entre desiguales. Como digo, esto, además de ser absurdo, no tiene ningún respaldo empírico o histórico.

    Desde que el ser humano habita la Tierra, todos los grupos considerados inferiores (o en estado de inferioridad) han aspirado a la igualdad respecto de los grupos considerados superiores. El mismo feminismo siempre ha preconizado eso mismo: que la mujer fuera considerada como un ser igual al hombre, pues, naturalmente, las relaciones entre iguales son mucho menos peligrosas que las relaciones entre desiguales (peligrosas para el considerado inferior, claro).

    Yo, si me dieran a elegir, preferiría la probabilidad que tienen las mujeres de morir violentamente que las que tienen los hombres, porque, con las cifras en la mano, tener cuatro veces más probabilidades de morir a manos de un “igual” es para mí mucho peor que tener cuatro veces menos probabilidades de morir a manos de un “superior”.

    Por lo demás, es obvio (o me lo parece de antemano) que las mujeres sufren menos violencia que los hombres a manos de otros hombres porque los hombres consideran superiores a las mujeres. Superiores o, en definitiva, más valiosas. Y estoy casi seguro de que muchos de los hombres que matan a otros hombres piensan que sus víctimas son inferiores. Cuando un hombre con inclinaciones violentas mata a otro hombre, es muy probable que se sienta superior a éste. O inferior (y lo mate por envidia). A poco que se analicen los móviles de los asesinatos, se comprobará que, casi indefectiblemente, los victimarios no se sienten iguales que sus víctimas. El caco que roba al rico piensa que éste es un explotador: un ser moralmente inferior al que se le puede infligir un mal sin remordimientos. El hincha de un equipo de fútbol que se pelea con otro hincha de otro equipo, ¿lo considera su igual? En absoluto: con seguridad, lo tildará de mil perrerías, lo sojuzgará, lo infamará. El hombre que agrede a un vagabundo, seguramente lo agrede por considerarlo inferior. Es decir: a quien consideramos un igual de verdad no le damos un trato peor o diferente que el que nos damos a nosotros mismos.

    Creer que el mero hecho de que el victimario y la víctima tengan el mismo sexo (masculino) no impide, ni de lejos, la posibilidad de que entre ellos se desarrolle una relación de desigualdad (que el uno se sienta superior al otro). A los esclavistas blancos les importaba poco tener el mismo sexo que los hombres negros a quienes masacraban. Los dirigentes nazis no creyeron ni por un instante que los judíos varones eran sus “iguales”. Etc.
    Pero los dogmas feministas se repiten como un mantra adormecedor. Se instalan en las seseras de muchos y muchas y allí se quedan sin que la razón pueda hacer nada por desalojarlos. Son okupas recalcitrantes.

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